Opinión
Viernes de Vejentud: Fashion
Por Pedro Rivas Gutiérrez
Con el tiempo se va uno peleando con la ropa, al menos yo, no puedo hablar por todos. Nunca me he distinguido por vestir bien, al contrario, siempre he sido un digno representante del mal vestir. Pero en los últimos años – ¿o décadas? – han ido empeorando las cosas. Creo que ya no hacen la ropa como antes. Como que antes era más cómoda, digo yo. La ropa de ahora me parece que se pega donde no debe, molesta en algunas partes, sobra en unos lados y falta en otros, como que no se amolda bien (también digo yo).
Como ya habrán podido adivinar, no soy fanático de la ropa y menos de la ropa de marca, pero me han regalado dos que tres camisas y definitivamente creo que estos señores de las marcas no saben diseñar. ¡Nada me queda! Así que decidí ir a ver a un sastre, para que me hiciera ropa sobre medida, como a los artistas.
Pues resulta que el sastre de marras me midió, primero con la mirada y luego con la cinta métrica, me ofreció una silla para que estuviera cómodo y me dijo amablemente: – Señor mío, es usted un híbrido tridimensional.
Eso me sonó como algo elegante y “fashion” ¿a ustedes no?. Pero, después de las explicaciones del caso, lo único que significa es que mi ropa tiene que fabricarse modularmente y por etapas, porque yo solito soy de tres tallas diferentes.
Me hizo saber que tengo cadera de vaquero, panza de charro cervecero y cuello de príncipe.
– Bueno – me dije – fui admirador de John Wayne (el vaquero por excelencia) y de Jorge Negrete cuando hacía de charro, no me disgusta la cerveza y a nadie le ofende ostentar un signo corporal de nobleza, no está tan mal la cosa.
Pero cuando entramos en detalles resultó que, para él, la cadera de vaquero es angosta y poco prominente por detrás, es decir, de nalga plana.
– ¡Ah caray! ¿qué me habrá pasado?- le pregunté – si yo era un esbelto mancebo, con pinta militar.
– Pues no sabría decirle – me contestó – pero en algún momento de su vida las nalgas desaparecieron y en compensación nació la prominencia de su panza.
Ahí empezó a ponerse seria la cosa, porque entonces quiere decir que la panza es más por lo de cervecero que por lo de charro y que las nalgas se me fueron para adelante. (Juro solemnemente que nunca nadie me las empujó).
Al menos quedaba el recurso de mi cuello noble, pero ni tardo ni perezoso el tal sastrecillo me explicó que mi cuello era como de príncipe pero antes de ser besado por la princesa, cuando todavía era sapo. O sea, zampado, como Cuauhtémoc Blanco pero a lo bestia.
Ahora entiendo por qué cuando uso traje me tengo que aflojar la corbata para abrir la boca.
Y como para quitar el golpe, todavía me dijo: – No se angustie, eso tiene sus compensaciones, al menos usted no puede morir ahorcado, no hay manera de acomodarle la cuerda.
Haciendo como que no había oído, le solicité que me hiciera una camisa de vestir, a ver cómo me quedaba. Sin piedad alguna me espetó que por más arte y ciencia que le pusiera a la confección, dadas mis características corporales me vería como chorizo mal embutido, por lo que me recomendaba optar mejor por un kaftán, que seguramente me armaría divino.
Hasta ahí llegué. Me retiré sin despedirme, con toda la dignidad de que fui capaz y venciendo los primeros síntomas del soponcio. ¿Ustedes que hubieran hecho?
No termina aun la cosa, porque al fin y al cabo necesito ropa, la que sea. Nada más que la ropa de fábrica me sale carísima, porque para entrar en ella tendré primero que consultar con un nutriólogo y si con el tratamiento no consigo que se entiendan la ropa, la panza y la papada, tendré entonces que recurrir a un cirujano.
Estoy pensando que me saldría menos caro acudir con un psicólogo que me ayude a superar el trauma, arrollar mi cola y regresar con el sastre para decidir el modelo de kaftán que me arme mejor. ¿No creen?
PFRG