Opinión
CINE REX
Por Jorge Álvarez Rendón
Dos factores determinaban que una sala de cine fuera considerada “de barrio”.
Primero, evidente, que se encontrara en algún barrio de la ciudad.
Segundo: la calidad de su cartelera, el tipo de películas que proyectaba.
Conforme a este criterio, durante de los años cincuenta del pasado siglo, cuando los cines de Mérida eran de particulares antes de que el Gobierno los tocara con la vara que vuelve mierda todo que toca, el Rex no era cine de barrio en el populoso Santiago.
El que sí lo era, en el mismo barrio, era el RIALTO, que finalizó quemándose por culpa de un cohete volador durante unas fiestas.
El cine Rex y el Rialto fueron los primeros cines a los que asistí en mi vida porque estaban a unos pasos del hogar de mis parientes Goff Rendón, a quienes frecuentábamos sobre todo los fines de semana.
En el Rialto vi mi primer film: Bambi, de Walt Disney, con la que lloré a mares, y en el Rex vi mi segunda: El tesoso del cóndor de oro, con Cornel Wilde, que me apasionó con el mundo de la arquelogía.
El Rex no era cine de barrio porque exhibía – casi al unísono- la cartelera del Cantarell. Ambos tenían cierta especialización por las cintas de la MGM. Recuerdo que en 1953 hizo furor una película de Leslie Caron sobre títeres llamada Lili, cuya canción adormeció a muchos niños que ahora peinan canas.
Pues bien, fue de tanto público, que ante las colas de cinéfilos que se formaba a las puertas del Cantarell, muchos optaban por acudir al Rex que también la exhibía. Yo la vi ahí con mis padres.
Una visitante del face decía el otro día que en el Rex había visto cintas de Esther Williams, la famosa sirena de la MGM, cuya fama se hizo nadando en enormes albercas. Pues fue en el cine de Santiago donde vi “Favorita de los dioses” y “Fácil de amar” con aquella acuática actriz.
Fue en el Rex donde gocé con “Scaramouche”, en la que Stewart Granger desarrolla con Mel Ferrer el más largo y espectacular combate de espadas que recuerda la historia del cine. En esa sala admiré también películas como “La zapatilla de cristal”, “Acorazados del aire” y la inolvidable “Música y lágrimas”.
El que era de barrio era mi pobre y humilde cine Alcázar, en Mejorada, y el que engalanaba las matinés dominicales de san Cristóbal, el querido Esmeralda, que fue, realmente, el ultimo cine de barrio en cerrar porque se había visto obligado, para sobrevivir, a proyectar cintas infames en lo artístico y en lo moral.
El párroco de san Cristobal relacionó al cine con las licorerías, los teporochos de la 52 y los hoteles de paso. Según su deducción, el Esmeralda era el “calentadero” de una horda de gentuza. No cedio hasta el cierre de la sala. Se convirtió – como el Alcázar – en estacionamiento. ¿Y saben quien era el propietario? Un primo del párroco.
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